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Setas o champiñones, a perder el miedo

Hoy su consumo se ha generalizado, a veces con nefastas consecuencias; pero hasta no hace muchos años las setas, en general, infundían un profundo respeto a mucha gente, que se declaraba incapaz de probarlas por lo que pudiese pasar.

Ocurre que inevitablemente llegaba el día en que, a fuerza de oír hablar maravillas de las setas, el hasta entonces receloso consumidor decidía atreverse a probarlas. Con miedo, pero con decisión. Y, en un altísimo porcentaje de casos, la seta elegida para el debut era la que conocemos como champiñón.

Por supuesto, cultivado (Agaricus bisporus). El auténtico champiñón de prado (Agaricus campester) es rara avis en las verdulerías y sólo se consigue proveyéndose uno mismo en el monte, con los riesgos que ello implica, porque nunca hay que olvidar que hay setas letales y que alguna de las más peligrosas (Amanita phalloides) podría ser confundida por alguien inexperto con nuestro champiñón. Es difícil, pero se han dado casos.

Champiñón (champignon) es el nombre que los franceses, y los ciudadanos de algunos países hispanohablantes, dan a toda seta. Aquí nos referimos sólo al que algunos llaman champiñón de París, procedente en su práctica totalidad de cultivo. Se suelen presentar en bandejas, de forma atractiva: su blancura (hay otros marrones, llamados champiñón de Portobello) llama la atención. Es preferible emplear ejemplares cuyas láminas aún no se hayan ennegrecido.

En Madrid, la forma habitual de consumirlos es al ajillo. No es mi receta favorita; no se trata más que de pasarlos por la sartén con aceite y una notable dosis de ajo y, como saben, el ajo lo arrasa todo. Un puntito de ajo le va muy bien a casi todas las setas, pero eso, un puntito, y mejor aún el aceite perfumado con ajo pero sin el menor rastro visible de él.

Durante muchos años, los champiñones (no ya cultivados, sino de lata) fueron guarnición inevitable de muy diversos cortes de carne de res hechos en la plancha o la parrilla: junto a la carne, unas patatas fritas generalmente incomibles y unos cuantos champiñones "botón", con su sabor a lata bien perceptible. Un horror.

Por esa causa separé los champiñones de mis gustos mucho tiempo. Pero un buen día los redescubrí, me reconcilié con ellos y hoy es el día que me gustan mucho. Pero sólo de una manera: en ensalada. Crudos.

Nada más sencillo ni más rico. Ni que decir tiene que han de estar en perfecto estado y escrupulosamente limpios. No hagan caso a quienes digan que las setas no pueden lavarse al chorro: son hijas de la lluvia, y no les pasa nada, al menos nada malo. Ya puestos, eliminen la base del pie, que es donde hay más tierra.

Con las setas listas, no hay más que cortarlas en láminas, ni muy finas ni gruesas, en sentido vertical. Pongan en la ensaladera o, mejor, en una bandeja amplia, las láminas de champiñón. Añadan unas hojas verdes; la rúcula va a las mil maravillas, pero pueden usar escarola; tampoco les quedan mal a los champiñones unas ramitas de apio. Hagan virutas con el instrumento adecuado de un trozo de buen parmesano e incorpórenlo a la ensalada. Hagan una emulsión con aceite virgen y jugo de limón, añádanle sal, aliñen con ella la ensalada y listo. Les encantará ese sabor entre fruto seco y anisado del champiñón, con el contraste del amargor de la verdura y el punto del queso.

Una excelente ensalada que es, además, una muy satisfactoria manera de perderle el miedo a las setas; una vez dado el primer paso, y comprobado que no pasa nada, ya es más sencillo adentrarse en vericuetos más comprometidos. Pero casi todo el mundo empieza con champiñones.

FUENTE: EFE