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A 10.000 metros de altura, un papa Francisco relajado, encantador

A 10.600 metros (35.000 pies) de altura, se observa un papa Francisco distinto.

Y no solo por el hecho de estar tan cerca de él en el avión papal o de comer la misma lasaña que tanto le gusta en los vuelos de Alitalia que lo llevan por todo el mundo. Una puede ver a un Francisco relajado, rodeado de sus principales colaboradores, que se embarca en una nueva aventura o regresa a casa agotado.

Para empezar, tiene un sentido del humor casi siniestro. Cunado un colega español le preguntó al pontífice de 78 años, después de un viaje por tres países particularmente cansador, de dónde sacaba energía, el papa respondió: "Lo que quiso decir es qué droga toma".

Puede ser increíblemente franco. Cuando un periodista alemán quiso saber por qué habla tanto de los ricos y los pobres y no de la clase media, Francisco le agradeció por haberlo "corregido". Dijo que era un error de su parte y prometió abordar el tema después de pensarlo más a fondo.

Francisco tiene algo de matón callejero, producto tal vez de su infancia como hijo de inmigrantes en un barrio obrero de Buenos Aires o de su trabajo en las villas miseria de la capital argentina. En una ocasión un periodista francés le preguntó por un ataque de extremistas islámicos contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo y el papa respondió fingiendo tirarle un golpe a un asistente. Explicó que si alguien insulta a su madre, o a su fe, puede recibir un golpe.

Descubrí una faceta totalmente desconocida de Francisco la primera vez que lo vi en persona, durante su primer viaje al exterior como pontífice.

Había ensayado muchas veces lo que le diría cuando nos presentasen a los aproximadamente 75 periodistas que viajaríamos con él a Río de Janeiro para la Jornada Mundial de la Juventud que la Iglesia Católica organizó en el 2013.

Igual que el resto del mundo, había observado cómo en pocos meses Francisco había revolucionado el papado y fascinado a multitudes de una forma en que su predecesor, Benedicto XVI jamás pudo hacer en ocho años como pontífice.

Lo que quería decirle era que, como madre, me gustaba mucho ver cómo se manejaba con los niños: los besos que le da en la cabeza a los bebés, la forma en que juega con el cabello de los chicos que logran acercársele.

Cuando finamente me tocó estrecharle la mano y presentarme, empecé a recitar mi pequeño discurso. Pero él me interrumpió.

"¿Cómo se llaman?", me preguntó.

Descolocada, le agradecí por haberme preguntado y le dije los nombres y las edades de mis hijos.

"Ahhh", dijo Francisco. "Me gusta preguntarle a una madre por sus hijos porque siempre sonríe".

Fue así que aprendí, en ese primer encuentro, que Francisco tiene algo de seductor, que es una persona que puede manejarse con un extraño con toda normalidad.

El papa quiere promover una noción más "normal" del papado, como lo demostró al negarse a saludar a los cardenales que lo eligieron desde lo alto de un podio. No vive aislado del mundo en el Palacio Apostólico sino en el hotel del Vaticano donde se alojan los religiosos visitantes. Estas actitudes encajan con la personalidad de alguien que se siente más cómodo en los barrios marginales, donde Jorge Mario Bergoglio llevó a la práctica la "opción por los pobres" que predica la iglesia, que en los corredores del poder, donde Francisco simplemente cumple con los protocolos que se espera de un jefe de estado.

"¡Tenemos que ser normales!", dijo Francisco cuando un colega italiano le preguntó qué había en un bolsito de cuero negro que llevó consigo cuando abordó el avión que lo llevó a Río, en vista de que un papa jamás llevaba nada consigo, y menos equipaje.

"No es la llave de la bomba atómica", le aseguró Francisco socarronamente.

El bolsito contenía un libro de oraciones, su agenda, un libro de Santa Teresa de Lisieux y una afeitadora perfectamente normal.

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Nicole Winfield, corresponsal de AP en el Vaticano

FUENTE: AP