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Reportaje: Cu-cú, cantaba la rana

Madrid, ( EFE ). En los cuentos de hadas, cada vez que aparece una rana acaba convirtiéndose, por arte de magia y mediante un tímido beso de la doncella afectada, en un apuesto príncipe que cambia el típico color verde del batracio por el mítico azul de los príncipes de cuento.

Este es, para muchos, el único lado bueno de las ranas. Para otros, este animalito ofrece no uno, sino dos lados estupendos: sus dos ancas. Lo que pasa es que las ranas son una de esas cosas que tiende a rechazarse por razones que nada tienen que ver con lo gastronómico, y sí con lo cultural.

Ranas se han comido siempre. Unos pueblos más que otros, desde luego. En la España del siglo XV, según dejó escrito Enrique de Villena en su libro "Ars Cisoria" (1423), tratado sobre las formas de cortar en la mesa real los alimentos, se comían ranas... pero como excepción.

Villena distingue las cosas que se comen "por vianda e mantenimiento e plazer de sus sabores" de aquellas otras que se comen "por melezina", entre las que incluye las ranas "para refrescar el fígado"... Estremece un poco que en el mismo apartado se recomiende la "carne del omne para las quebrantaduras de los huesos..."

Siglos después, las ranas eran valoradas como manjar. A finales del XIX, Ángel Muro, en su monumental "Diccionario de Cocina" señala que la rana "no tiene cola; vive en agua dulce; se mantiene de insectos acuáticos o terrestres; pasa el invierno adormecida y oculta debajo de tierra; es de vida muy tenaz y voz desagradable; vive y anda a saltos; es muy ágil y ligera y (por fin) su carne se reputa un manjar sano y delicado". Muro da hasta once recetas para guisar ranas en esa obra.

Si hay un país en el que las ancas de rana son particularmente apreciadas es en Francia. Durante todo el siglo XIX, los ingleses llamaron a los franceses "frogeaters", literalmente "comedores de ranas".

El mismísimo Auguste Escoffier tuvo problemas para introducirlas en la carta del Carlton londinense: a los ingleses les molestaba hasta el nombre del manjar, ya que el concepto de "muslo" era "shocking" para la moral victoriana, así que llamó a su plato "ninfas de rana"; no sé qué sería peor.

Las más de las veces, las ancas de rana se comen fritas. Es fácil. Hay que ponerlas en estado de revista, sin pellejo ni uñas, bien lavadas. Se pone a macerar una docenita de ranas -sus ancas, se entiende- por comensal durante una hora en una preparación a base de zumo de limón, aceite de oliva, algo de perejil picado, ajo machacado, sal fina y pimienta recién molida. Luego se van metiendo, par a par, en una pasta para freír, o se rebozan, o se empanan, y se fríen en aceite bien caliente. Quedan mejor en la pasta, porque se hacen abuñoladas. Cuando están bien doraditas se escurren muy bien y se sirven con un poco de perejil picado. Excelentes, insistimos: finísimas.

¿Problemas? Aparte de los de rechazo personal, el principal es que la rana común es especie protegida en muchos países. La espectacular rana toro americana, cuyas ancas parecen muslos de pollo, resulta tan insípida como grande. Lo más habitual es usar ancas de rana congeladas, procedentes de Tailandia. Ahora, si donde ustedes viven está permitida su captura... se pasarán un rato entretenido, y con premio final.

La sutileza de la carne de rana exige un vino respetuoso: siempre un blanco, quizá como mucho un rosado joven. Es otro salto, tan típico de estos batracios: del agua... al vino. Les sienta bastante mejor, la verdad.

FUENTE: Agencia EFE

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